Durante el pase de visita en la planta de hospitalización los médicos vamos muchas veces pensando y hablando a la vez. Por un lado, hay que oír lo que nos cuentan los pacientes; esto es, los síntomas que les llevan a consultar. Y por dentro de nuestras cabezas, en paralelo y de manera casi automática se van formando teorías (las hipótesis diagnósticas) que tratan de darle sentido a esos síntomas, y así determinar qué entidad patológica o qué alteración fisiológica es la responsable de lo que está sucediendo…
Un día en particular entré a la habitación para entrevistar a una señora, ya en sus ochenta años largos, que según el informe de urgencias ingresaba por insuficiencia cardiaca. En estos casos el corazón pierde su capacidad de bombear la sangre de manera eficaz, lo que habitualmente se manifiesta con un hinchazón de las piernas a la que llamamos edema, una congestión pulmonar que dificultará la respiración cada vez más y que impedirá incluso el estar tumbado y otros síntomas y signos clínicos perfectamente reconocibles para un médico entrenado.
No es, en la mayoría de los casos, un diagnóstico complejo de realizar.
Así, al interrogar a la paciente, ella me fue confirmando todos y cada uno de los puntos anteriores. La inspección visual de las piernas ya revelaba edemas, y sus antecedentes de cardiopatía hacían más que probable el diagnóstico. Tenía que dormir con dos almohadas y en ocasiones se despertaba con sensación de ahogo que cedía al rato de sentarse. Todo cuadraba y el diagnóstico clínico era evidente. Pero antes de pasar a explorarla, le formulé la pregunta que casi siempre suelo hacer en algún momento de las entrevistas:
Bueno, y entonces, ¿a usted qué le duele?
No esperaba que me contestara nada en especial. Simplemente me gusta establecer un diálogo informal a pie de cama, que relaje el ambiente y que permita al paciente contar algo que de entrada no sea el síntoma principal pero que pueda inquietarle. A veces se descubren aspectos clínicos que de otra forma pasarían desapercibidos. Esta pregunta tan típica e inocente no siempre lo es tanto. Sin embargo, reconozco que esta vez la respuesta sí me sorprendió:
Pues no sé por dónde empezar, doctor…
Y comenzó a describirme con detalle lo que le dolía de verdad.
Para empezar, una úlcera en el talón que le impedía apoyar el pie desde hacía meses; era como si le atravesara un clavo ardiendo cada vez intentaba caminar. Luego, desde la espalda y recorriendo la parte posterior de la pierna derecha, un dolor ciático claro que con cada movimiento se activaba y la confinaba a posiciones imposibles tratando de evitarlo.
Y, para rematar, un hombro doloroso, de muchos años de evolución, que nunca llegó a apagarse del todo, y que cada noche aparecía en la cama nada más tumbarse para dificultar aún más la difícil tarea de dormir.
No, ella no había venido por estos dolores, pero era obvio que el dolor era ya una constante en su vida… Y no sólo uno. Eran, al menos, tres…
¿Cómo se suma el dolor?
No tengo respuesta a esta pregunta. Pero ese día aprendí algunas cosas acerca del dolor, de los médicos y de los pacientes….
Como mínimo, estas cuatro:
El dolor se integra y se acepta
Las personas, y sobre todo las que padecen patologías crónicas, nos acostumbramos a tener dolor y minimizamos su importancia. Me recuerda a la indefensión aprendida, esa conducta animal básica que hace que te rindas y aceptes el castigo cuando crees que es inevitable y que no hay salida, aunque de hecho exista y sea real. Hemos de superar esa idea. El dolor, que en origen tiene la función positiva de avisarnos cuando hay un peligro, deja de tener sentido si el daño no puede corregirse o necesita tiempo para resolverse…
No, no es inevitable tener dolor.
Es necesario explorar el conjunto, no la muestra
Los médicos hemos de salir del guión para valorar a la persona, no el motivo de consulta. ¿Ven la diferencia? Repito, pues es crucial: hemos de ver a la persona, no sólo sus síntomas.
Cada acto médico es una ocasión única para desvelar problemas que pueden permanecer ocultos por múltiples motivos. Al crear un puente de confianza, los pacientes podrán sentirse cómodos contando lo que les inquieta y lo que les hace sufrir, que en ocasiones esconden por miedo, vergüenza o por no querer molestar. No perdamos esa oportunidad…
Preguntemos qué les duele y dejémonos sorprender.
Equipos multidisciplinares para situaciones complejas
Es importantísimo establecer canales de comunicación entre los profesionales que trabajamos con pacientes complejos. La insuficiencia cardiaca trajo a esta mujer al hospital y necesita un tratamiento específico para ello. Sin embargo, lo que le supone un martirio diario es el dolor en su conjunto.
Con aquella mujer comprendí que, al margen de tratar cada entidad por separado (la úlcera, la ciática, el hombro), era necesario abordar el dolor de manera global e independiente, como un síndrome o una disfunción más.
Yo no estoy entrenado para ello, por lo que necesito a mi lado al profesional que sabe hacerlo….
El trabajo, o es en equipo, o no puede ser.
El objetivo es el sufrimiento, no la patología
Por encima del dolor, de la insuficiencia cardiaca o de todas las entidades que queramos definir, hay una que no debemos olvidar nunca: el sufrimiento. El sufrimiento ha de ser considerado, explorado y gestionado siempre, sin excepción.
Lo que más me han agradecido siempre mis pacientes, al margen de mi proceder clínico, ha sido escucharles, tanto lo que decían como lo que callaban.
Escuchemos no sólo con el oído, sino aprendiendo a interpretar las miradas, los gestos y las palabras que a veces esconden significados y matices.
Curamos menos veces de las que nos gustaría, así que al menos aliviemos siempre que podamos hacerlo.
Como ven, sigo sin tener una respuesta a la pregunta, tal vez absurda, que les propongo.
Sólo espero que estas reflexiones nos ayuden a ampliar nuestro espectro de comprensión de lo que supone la interacción entre médico y paciente. El dolor y el sufrimiento forman parte de ello. No los olvidemos.
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